lunes, septiembre 29, 2008

El amor a Cecilia -- Cuento

Salvaje furia que azotas mi corazón cuando clavas tus ojos en los míos transmitiéndome todo su fuego sagrado. Me tiemblan las piernas, se me deshace el ánimo, siento que puedo morir mil veces al amarte y que vivir no tendría sentido si nunca hubiese probado el sabor del fruto prohibido escondido en tus besos. Es que te amo tanto Cecilia, que a pesar de que tu no creas ni siquiera en mi existencia, yo no puedo dejar de soñarte. Acercándote a mi, femenina y delicada, con tus hermosos ojos redondos y bellos, llenos de magia y de luz, con la palma cálida de tu mano acarciándome el rostro, prometiendo tácitamente que lo nuestro nunca acabará. Hermosa Cecilia, si supieras mis desvaríos no podrías siquiera respetarme, estoy tan perdido sin tus huellas delante mío que ya no sé ni cual es mi destino, ni de donde provengo, ni cómo prevenir todo el provenir que se va deshojando como un arce en el otoño. No he podido dejar de pensar en vos, aún cuando duermo tu imagen austera, delicada y dulce me acompaña entre sueños, acobija mis sentires, me llena de ansiedades y oportunidades, y al despertar... vieras la desazón, sintieras este horrible vacío que se apodera de mi pecho dejándome silencioso, solitario, sombrío. Porque en eso me he convertido desde que tu apareciste en mi vida aquella tarde de mayo comprando unas petunias en el kiosco de flores de la esquina, mientras la lluvia caía sobre tu rostro sonriente. Parecías brillar con luz propia Cecilia, tus dedos asían los delicados tallos de las flores y estas se abrían de par en par creyendo que tus manos eran mariposas. Alegres y coloridas mariposas que venían a desparrarmse sobre ellas. Y pensar que yo estaba embobado con los clasificados buscando algo que pueda comprar baratito y venderlo más caro, y al escuchar tu voz, el trino suave de tu dulce voz, embelesado por la magia de tu ángel, boquiabierto y sorprendido me quedé mirándote como si fueras una aparición, un regalo del cielo, una mentira piadosa de la esperanza. Me miraste desde tan profundo que sentí que mi corazón dejaba de latir y que tus diez dedos lo rodeaban y con leves cosquillas lo hacían latir de nuevo, gozoso de estar allí. Ay dulce Cecilia, verte esa otra noche caminando por la calle, con todas las estrellas sonriéndote y la luna plateada que parecía solo alumbrar los lugares que vos pisabas. Me acerqué sin pensarlo, tartamudee al hablarte y sonreíste grande y lindo, me acariciaste la mejilla y me diste un beso en la boca, no sé que habrá significado para vos ese beso, pero si sé lo que fue para mi Cecilia. Ese beso fue una impúdica promesa en la cual me resguardé todo este tiempo, y mi ansioso corazón, pobre bestia... aún late tu nombre, angustiosamente desesperado y necesitado de vos, de tu calor, de tu magia, de tus profundas miradas...
Ay dulce Cecilia, mi más tierno amor. Siento desvanecerse mi cuerpo, flaquear mi alma, romperme en un mil pedazos irreconstructibles. Así de tanto es donde te amo, así de tanto es como y cuanto pienso en vos. Aún suspiro bajo la lluvia imaginándote doblar en la esquina y llegar hasta el kiosquito como una hermosa hada que baila feliz bajo el agua que cae, o como un blanco visón paseándose a las orillas de un río lleno de paz iluminada enteramente por la redonda y pálida luna. Algunos me dijeron que te fuiste lejos, tal vez sea por eso es que te imagino tanto y te veo tan poco, dicen que te perdiste en los bosques, que mil duendes mágicos vinieron a por vos rogando que te quedes con ellos en su mundo mágico cercano a todos lados e imposible de llegar. Dentro de poco mi corazón latirá su último latido de amor por vos, mi hermosa hada, y si tengo suerte o cupido se apiada de mi alma, tal vez hablen con Dios y me dejen reencarnar como esas bellas petunias que bajo la lluvia, delicada y hermosa, supiste acariciar.

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